Facebook , noticias Jueves, 8 octubre 2015

No hay forma de no hacer daño: un adelanto del nuevo libro de cuentos de Rafo León

Es probable que muchos de ustedes no hayan podido leer el adelanto de mi cuento Cualquiera daña a otro (que da título al volumen), aparecido en la edición de hoy (jueves) de Caretas, pues la versión virtual de la revista tiene secciones encriptadas para pago. Copio dicho fragmento para que todo el mundo lo pueda evaluar. Gracias.

Foto: Caretas.

Foto: Caretas.

Escribe: Rafo León 

«Antes de partir recordé que necesitábamos alquilar un auto para ir a Atitlán; no sabíamos por cuántos días pero sí que solo podíamos pagarlo en efectivo pues no traía conmigo la tarjeta de crédito, un descuido mío. Con tono de alarma el empleado del recibo del hotel nos advirtió que esta última condición nos dejaba fuera de AVIS o de cualquier otro rent a car oficial pero que él sabía de un guatemalteco medio libanés que se saltaba el requisito de la tarjeta y aceptaba efectivo, sin factura de por medio, eso sí. Asentí y luego de hacer una llamada me informó que el señor Tahar Hernández me esperaba al día siguiente en su oficina, me dibujó un plano de cómo llegar y anotó debajo del gráfico un número telefónico.
La luz de la media tarde cortaba los muros de alguna casa por partes derruida, y el olor a fruta podrida y excrementos se mezclaba con el humo que despedían los braseros donde las vivanderas asaban vísceras. La gente nos miraba detenidamente ya sin disimulo, comentaban y reían. De pronto, como si se pasara la página de un libro de cromos, las casas desaparecieron y en su lugar se extendió un terral con grama silvestre, brugmansias florecidas, cerros de basura pestilente y un par de burros inmóviles. Palmeras pequeñas y escuálidas se doblegaban ante la miseria del espacio. Un perro flaco nos ladraba con furia. Noté que Ana tuvo un escalofrío; la tomé de la mano, y ella respondió apretándola.
—No tenemos nada con nosotros, —me dijo como convenciéndose a sí misma—. Plata, pasaportes; no nos podrán robar nada. Pero te confieso que eso de que en Guatemala te matan con machete en las calles ya no me parece una exageración, como cuando lo leí. —Le sudaba la mano.

—¿Si pasara un taxi, lo tomarías? —le pregunté sin saber por qué.
No respondió. En su lugar, voces que nos rodeaban, incógnitas, escondidas entre los callejones. Susurros. El grito de un borracho. El jadeo sexual intenso de una mujer —¿hecho a propósito para asustarnos?—. Una bachata a todo volumen salió desde una bodeguita abierta, por un parlante tan grande como su puerta. El cielo se nubló y pensé que podría llover como llueve en Centroamérica cuando la naturaleza decide recordarle al hombre quién tiene el poder, pero no vi que alguien sacara paraguas. Todo seguía igual bajo el sol hiriente o en la tiniebla cenagosa de una nube con la gula saciada.

Las capitales latinoamericanas tienen todas una zona republicana que desdeña los rezagos de lo colonial. Corresponde a la primera modernización urbana y se adorna con los símbolos revolucionarios de los enciclopedistas, liberales, masones y generales afrancesados que lideraron las revueltas contra las colonias. Bulevares con casonas de puerta a la calle y mansardas, villas italianas apretujadas en espacios reducidos, con jardines delanteros llenos de vegetación tropical y musgo negro en los ornamentos de estuco. Entre ellos se abre una placita redonda que lleva al centro un monumento —un busto, una estatua de cuerpo entero— dedicado a un prócer de la Independencia; en la placa, aparecen signos, un nombre, una fecha, un homenaje, una corona de laurel.

Las bases de los monumentos que Ana y yo habíamos encontrado en el ingreso al mismo centro de la ciudad estaban plagadas de grafitis que como un sistema de comunicación, vomitaban mensajes a través de pintas de cierto estilo en una guerra de tribus citadinas, de cemento y cables entrecruzados, que llevaban tatuajes en la piel con motivos similares a los que aparecían en los muros exteriores de las casonas que sobrevivían o vejaban las bases de los monumentos.

Alguna vez conocí en Lima a una señora cuya familia era de las más ricas y mejor reputadas de Puerto Rico. Se llamaba Luz y su padre había sido un impecable caballero masón que ostentó diversos cargos diplomáticos representando a su país en el exterior durante las primeras décadas del siglo XX.

Había llamado a sus hijas Luz, Igualdad, Fraternidad, Justicia, Paz y Libertad: ideales utopistas que irradiaban de Europa, traídos por la caballerosidad americana. Tan lejos estábamos Ana y yo de un espíritu digno, cosmopolita y libertario en ese nido de mugre y desconcierto, entre placitas, bulevares y callejones de los que en cualquier momento podía salir el piquete de una mara y trocearnos a machetazos por el solo placer de hacerlo.

Lo habíamos leído en reportes de los diarios, teníamos muy cerca las imágenes que nos habían dado los documentales emitidos por la televisión sobre este fenómeno que no es sino el flujo lógico de las migraciones de ida y vuelta entre los Estados Unidos y estos países embrionarios o abortados, unidos unos por la rabia de vivir que, sin duda, nunca ha tocado la puerta de mi edificio miraflorino.
—Tranquila Ana, estamos empezando un viaje en verdad original, no hay razón para que las cosas las vivamos como si fueran las condenas que nos han impuesto los dioses por habernos torcido. No significamos nada. Mira lo que tienes delante de ti, en este momento en el que nos estamos jugando la vida sin que esto esté siendo noticia para nadie. Si nos tasajean o nos dejan como coladores a punta de balazos, solo se sabrá a toda orquesta en Perú, y correrá con lenguaje burocrático de embajada en embajada gringa, recomendando a los ciudadanos americanos no visitar ciertos países. Y eso será todo, dale menos espacio a tu asco.

No me miró cuando dijo: “Todo apesta a mierda”.
Nos sentamos en el interior de un añoso cafetín, a una cuadra de la plaza central. El calor nos demolía, pedimos unos refrescos muy helados de una fruta desconocida y exigimos que no les pusieran azúcar. Un hombre de edad mediana, cordial, vestido con una guayabera blanca y limpia, nos atendió.

—¿Norteamericanos? ¿Españoles? ¿Franceses? ¿Argentinos…? ¡Peruanos! ¡En mi vida había visto a un peruano y ahora veo a dos! ¿Qué tal los trata mi ciudad?

Se fue y volvió con los jugos, frapé. La bebida estaba deliciosa, tenía algo de maracuyá, otro poco de guayaba, pero también un ácido singular que no se parecía a nada. Ana lo disfrutaba —primera vez en el día que la sentí reaccionar con placer a algo—. El hombre del cafetín se llamaba Arnaldo. Sin preguntar jaló una silla y se sentó a nuestra mesa a interrogarnos por nuestros planes. Le contamos que partiríamos lo antes posible a Atitlán y nos recomendó Chichicastenango.

—Yo no tengo nada de indígena maya ni me gustan mucho porque esa gente es dura como piedra y siempre te echan mal con la mirada, pero a todos los turistas que vienen les fascina tanto eso que no puedo sino ponderárselos.
Se hizo un silencio. Creo que el calor hace los silencios. De pronto Arnaldo nos preguntó desde dónde veníamos caminando; le respondimos que habíamos empezado en el barrio moderno, cerca de un mall.

—Bueno, ya están acá, agradezcan a sus santos favoritos que están enteros, señores, pero por lo que más amen, tomen un taxi de regreso; de una sola te salva la vida, de la segunda jamás. Y si quieren ver el Mercado Central, váyanse ya, que ahora mismo empieza a cerrar.

Arnaldo no nos quiso cobrar los jugos y nos dio la mano de despedida, a la vez que me preguntaba cómo nos íbamos a desplazar por el país. Le conté lo de mi tarjeta de crédito inhabilitada y la oferta del tipo del hotel de recurrir a Tahar Hernández. Arnaldo se volteó y, sin permitirme que le viera la cara, susurró: “Mi Cristo Negro, de una sola te salva la vida”.»

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Cualquiera daña a otro, volumen con nueve cuentos de Rafo León, será presentado el próximo jueves 15, a las 7:30 p.m. en el auditorio del BBVA Continental de la avenida República de Panamá, en San Isidro.