Facebook , feis , sociedad Martes, 8 marzo 2016

«Porque me basta con un cacho de mala suerte para tomar el taxi equivocado y terminar violada»

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Foto: www.forodefotos.com

Escribe: Emilie Kesch

Cuando era chica, muy chica, detestaba los juegos de niña. La cocinita y cambiarle el pañal a la muñeca, me resultaban rituales insufribles. Antes que abrir un labial de juguete y maquillar a una amiguita o dejar que lo hiciera conmigo, prefería treparme a un árbol, colgarme de una rama y dejarme caer desde las alturas. Mi color preferido, eso sí, era el rosado. Y justo por eso, cuando tenía seis años, le escribí a Papá Noel pidiéndole un skateboard rosado.

Todavía conservo esa carta en algún lado. Mis padres me cumplieron el regalo y debajo del árbol de navidad apareció un skate de ese color y además, con el dibujo de un tiranosaurio rex en la parte inferior de la tabla. No me solté de él hasta que, algunos años después, me compraron otro. Uno más pro y más ligero, que incluso usé como anzuelo para acercarme a los niñitos que me gustaban. Porque una guerrerita tampoco es cojuda ni de piedra.

Con la ropa, la figura era casi la misma. Detestaba los vestidos, las faldas y cualquier cosa que tuviera bobos. Qué antipráctico hacer skate o bici o trepar árboles con vestido, pues. Lo mío eran los pantalones, las bermudas y los polos simples. Y mientras más viejos, más bonito y más rico.

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Imagen: vía Tumblr

El problema es que el mundo no es como te lo pintan. Mis viejos eran dos tipazos, cada uno muy a su estilo, y –lo más importante- sin tantos prejuicios ni estereotipos en la cabeza. Pero fuera de casa, donde su crianza liberal no alcanzaba a blindarme, lo típico era enfrentarse con la esquizofrenia social. ¿Por qué te vistes como hombre? Ese es un juguete de niños. Eso no hacen las niñas. Te vas a golpear. Pídele a tu amigo que te ayude, él tiene más fuerza.

Eso último me molestaba tanto que durante tres años, desde los ocho hasta los once, retaba a mis amigos a jugar pulseadas. A ver, pues, ven para que te gane una niña. También practiqué karate y gané dos medallas de oro, una de plata y otra de bronce. Es más, mi colegio se llevó la copa gracias a este pechito. Sexo débil, tus pelotas.

Cuando crecí un poco más, la situación sí se complicó. En la adolescencia entendí que si quería que los chicos me miraran, debía usar minifalda. Y me compré una de jean casi minúscula. Si las otras chicas las vestían y les funcionaba, ¿por qué a mí no? Entonces empezaron los acosos ultracreativos y ese talento para decir “qué ricas piernas”, pero de las formas más sucias y brutales. Y, a modo de acción y reacción, comenzaron también las puteadas en respuesta. Mis amigas y yo nos convertimos en unas boquitas de caramelo. Unas damitas achoradísimas y groserísimas.

Una madrugada, saliendo de la discoteca de moda, una amiga y yo tomamos un taxi de Trujillo a Huanchaco. La distancia son unos trece kilómetros y la mayoría del trayecto es un descampado. El conductor, un viejo de unos setenta años, tomó la vía de evitamiento que es incluso más inhabitada. Luego de dos o tres minutos de camino, sentí que mi amiga me apretaba fortísimo la mano. Volteé hacia ella y la encontré pálida. Aterrada. Me señaló al conductor.

El tipo se estaba masturbando.

Nos morimos de miedo. ¿Qué podíamos hacer? ¿Gritarle? ¿Golpearlo? Estábamos en medio de la nada y teníamos dieciséis o diecisiete años. Era fácil responder cuando el acosador estaba a varios metros, pero no, cuando está a unos centímetros y de él depende que llegues sana y salva a tu casa. Solo atiné a tomarla de la mano fuerte y hacerle una seña para que se tranquilice. El camino se hizo insoportable, larguísimo, eterno. Hasta que llegamos a Huanchaco, salimos del taxi y nos fuimos corriendo. Queríamos llorar, patalear, gritar, vomitar.

Pudo ser peor. Pudo violarnos. Conocíamos tantas historias parecidas.

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Imagen: Captura América Noticias/referencial

 

Cuando estaba en la universidad, se corrió el rumor sobre una chica que fue violada por seis tipos. El caso fue difundidísimo y la respuesta de la mayoría coincidía en que ella era la responsable. Porque se fue solita con seis chicos, pues. Otros soltaron una deducción incluso peor: seguro se lo está inventado. Obvio, fingir una violación es una estrategia infalible para ganar popularidad. Capaza, ¿no?

He conocido chicas de mi edad o unos cuantos años mayor, que convivieron por años con un tipo que las golpeaba. La historia siempre era parecidísima: ninguna de ellas imaginó que algo así podría pasarles. Todo fue avanzando de un modo gradual, progresivo y justo por eso, sutil. Las formas de violencia van evolucionando lentamente y una empieza a normalizarlas. Cuando te das cuenta, estás encerrada en una casa con un tipo que te muele a golpes. Y que te grita que el origen de su violencia es tu culpa.

Un amigo muy querido casi se agarra a golpes con otros tipos cuando escuchó que me insultaban por lesbiana. Al parecer, el problema era que andaba de la mano con mi novia por la universidad y eso era un escándalo. Qué asco, dos mujeres juntas, abrazándose, chapando. Qué conchudas.

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Este serenazgo le pidió a una pareja homosexual que se retire de un parque solo por haberse besado. Imagen: Captura de pantalla Facebook/referencial

Hace unos días, dos muchachas aparecieron en bolsas de basura en la orilla de una playa. Intentaron violarlas y las masacraron hasta matarlas. Como en redes todos somos dueños de la verdad, la moral y la justicia, no tardaron en aparecer los eruditos que las señalaban como culpables. A ellas por viajar sin un hombre y a sus viejos, por dejarlas. Porque si no te acompaña un tipo, es entendible que te torturen hasta la muerte.

Por eso, no me digas que es mi día. No te gastes porque no te creo. Porque me basta con un cacho de mala suerte para tomar el taxi equivocado y terminar violada. Porque si estoy de mal humor, es porque estoy con la regla. Y cuando tenga veinte años más, será porque me empezó la menopausia.

No me regales flores, menos un cupón para el spa. Como si eso me pusiera feliz, me mantuviera quieta, tranquila, serena. Tampoco te hagas el políticamente correcto conmigo, porque cuando pataleo vas a decirme que soy una feminazi. Y tú tampoco te saludes ni felicites a tus hijas, cuando eres la primera en señalar a una mujer de perra solo porque decide a quién se tira. O de demasiado complicada, si protesta por un maltrato. O de pésima nuera porque no le cocina a tu hijo. O de muy gorda o muy flaca o muy descuidada.

A mí no me endulces con tu hipocresía, en serio. No me digas que es mi día, cuando lo cierto es que ninguna fecha lo es. No cuando nuestro país sacó el primer puesto en violaciones contra mujeres, entre el 2000 y el 2010. No cuando el 90% de las víctimas son niñas. Y en el 2013, nos llevamos el segundo puesto de feminicidios en toda la región.

De verdad, no te gastes. Cállate. No te creo.