Facebook , feis Lunes, 27 junio 2016

«Los monstruos no existen. Hombres es lo que son»

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Foto: Facebook Sandra Rodriguez

Escribe: Sandra Rodriguez

Volvía caminando a casa al terminar la tarde. Voltée la esquina, y a unos pasos de mi puerta vi repetirse una vez más esa escena que ya había dejado de ser hace algunos años mi cotidiano. La señora cargaba un bebé de no más de un año y al pie de ella su hija de 3 años se aferraba a sus pantalones con una mueca de temerosa sorpresa. La madre, con el rostro oculto, casi perdido entre las mantas de su bebé, jalaba suplicante la camisa de su pareja. Algo murmuraba entre su verguenza. Totalmente borracho, con las piernas abiertas para no caerse, su pareja se cogía del poste de luz. Alzaba la voz, rehusándose aún con sus movimientos erráticos y bruscos a irse a casa. A ser llevado a casa por su esposa y sus hijos.

No sé cuántas veces he visto repetirse esa misma escena, con diferentes personajes, durante los años que viví en Cajamarca. Pero en ese momento no pensé en ellas. En un acto automático de mi memoria, se colaron imágenes de una de las tantas actuaciones de mi jardín de niños. Vestidos de campesinos, bailábamos un huaynito, o un carnaval quizá. Al terminar el baile, los varoncitos se tiraban al piso, “borrachos”. Nos tocaba entonces a las niñas, levantarlos, cargarlos en la espalda y llevárnoslos del escenario. Así cerrábamos el baile, entre las risas enternecidas de los profesores y los padres.

No conozco lugar donde la violencia esté tan naturalizada como en Cajamarca. Se entra a la pubertad en medio de metidas de mano callejeras y perseguidores que son tus vecinos del barrio. El carnaval es el momento de la exacerbación de la violencia física, de su conversión en fiesta. Por dos meses si eres mujer te preparas para correr de los globos que son disparados como misiles contra los puntos favoritos, los senos o el culo, para descubrir tu cuerpo amoreteado en la mañana siguiente. Suerte que ya no teníamos que correr de las “matacholas”, medias de nylon con yeso en una punta, que eran agitadas contra las chicas como armas medievales cuando mi madre era joven.

La violencia es un fenómeno tan presente, tan natural, que el escándalo solo es mayor cuando aparecen seres como Luis Vasquez da Silva, violador de 17 alumnas en Cajabamba, que hoy se acaba de suicidar en su celda, tres días después de ser capturado. Lo llaman “monstruo”, volviéndolo exótico como dice Fernando, haciéndolo parecer un alien caído en medio de Cajamarca, y no como un producto, una versión radical de una cultura enferma.

Vásquez da Silva es sólo la punta extrema de un continuum de violencia. Nacido de una sociedad en donde hace 50 años los hombres esperaban para violar en los caminos a las mujeres viudas o las madres solteras, sólo porque se sabían impunes al no haber otros hombres que las protegieran. En donde muchas mujeres campesinas tienen aún hoy que ir a escondidas a inyectarse anticonceptivos, porque cuidarse es aún sinónimo de ser adúltera. Donde hace años un esposo castigaba a su mujer adúltera destruyéndole la vagina en un alambrado de púas, noticia que no merecía ni siquiera la primera plana del periódico local. Donde en el colegio de varones de mis amigos traficaban con soltura yumbina, la droga que le dan a las vacas en su época reproductora para volverlas dóciles, alentándonse entre ellos a volverse violadores en potencia. En donde las niñas y las mujeres cargan en silencio sus violaciones por miedo a que una sociedad, con un talento especial para hacer que la culpa recaiga siempre en ellas, les crea.

A los ingenuos y demagogos que creen que la pena de muerte cambia las cosas les pregunto ¿Vasquez da Silva está muerto y qué ha cambiado? La muerte del violador no acaba con la violación. No es un ‘muerto el perro acabada la rabia’. Abordamos mal el problema si nos enfocamos en lo que disuade al violador y no en lo que lo alienta: la cultura de la misoginia. Las violaciones seguirán multiplicándose como un hongo en un medio que permite la impunidad moral, social y legal de los actos de violencia contra las mujeres.

De ahí que sigan prófugos de la justicia Walter Quiróz, presunto violador de su hija desde los 5 hasta los nueve 9 años de edad; y Victor Chilón Durand, violador de su hija de 7 años y desaparecido hace ya cuatro años. Violadores que, como la mayoría, eran cercanos y familiares a sus víctimas. Y siga allí reproduciéndose, dirigida por la inercia, esa compleja serie de creencias que naturalizan y fomentan la existencia de hombres violentos y mujeres sumisas.

Los monstruos no existen. Hombres es lo que son. Y si no lo asumimos seguiremos enfrentándonos miopes y lejanos a un problema en el que todos sin excepción nos venimos ahogando hace cientos de años.