Los personajes como Juan Gabriel se están extinguiendo

Foto: CNN
Escribe: Umberto Jara
Tuvo el don del oído absoluto: hacer música sin necesidad de estudiar la escala de notas. Tuvo también dos décadas de desgracias continuas desde el día de su nacimiento. Campesino con una decena de hermanos, refugiado en un orfanato a los cinco años con retorno a casa ocho años después para ser vendedor ambulante en las calles de Michoacán, cantante de tugurios en Ciudad de México, preso 18 meses por una guitarra que nunca robó. Su niñez y adolescencia fueron las del sobreviviente en una ciudad latinoamericana. No se hundió gracias a una cantante de rancheras, Enriqueta Jiménez La Prieta Linda, que convenció a una disquera para la aventura de grabarle sus composiciones. Tenía 21 años y su vida abandonó la oscuridad. Hasta aquí el trazo grueso de su biografía sin fama.
La grandeza que terminó conquistando va más allá del compositor y cantante. En un país como México, emblemático en machos de pelo en pecho, Juan Gabriel fue arropado primero por seguidoras adolescentes y, después de transitar el camino árido de los prejuicios, por las señoras en todas sus variantes: las amas de casa, las esposas sufrientes, las madres amorosas, las abuelas nostálgicas. Enfrentarse a la notoriedad pública con sus maneras suaves, sus mohines femeninos, sus atuendos bordados, en el México de los años setenta y ochenta, era equivalente a entrar cantando dulzuras a una cantina en medio de una balacera de machos arreglando cuentas por una mujer. Se sabe que en los países latinos la dura tarea de vencer a la pobreza tiene un esfuerzo equivalente a lidiar con los prejuicios.
Es cierto que sus canciones transitan por los bordes del almíbar, pero también nadie le puede quitar sus tantos significados: logró que la cultura del bolero que abrazó los romances de nuestros padres se mantuviera con vida a través de sus baladas; hizo posible que la ternura escondida de las rancheras se hiciera ostensible a flor de piel; convirtió la tímida presencia de las canciones sensibleras en un grandioso espectáculo de sinfónica.
Si logró convertirse en un suceso masivo internacional fue también porque encarnó lo que habita en el espíritu de millones de personas en el continente nuestro, ese sentir que el cronista Carlos Monsivais ha pintado con maravillosa precisión: “Y cada éxito de Juan Gabriel, el vendedor número 1 de discos, lo afirma como un fenómeno institucional, el gran compositor musical que es una industria por sí solo, el estilo que algo o mucho resume de estos años, donde las canciones hacen las veces de escenarios: las pasiones eternas que duran una semana, la estación de autobuses como la patria chica, los mercados de discos como los aprovisionamientos de ilusiones perdidas, las fiestas del pueblo reconstruidas en el departamento de la unidad habitacional, los reventones con rock pesado donde al final irrumpen dramáticamente las viejas y nuevas canciones mexicanas”.
Desde 1971 estuvo presente sin interrupciones. Sobrevivir al tiempo en el casquivano gusto popular significa mucho más que ser un cantante y compositor y, por eso, lo dramático en su adiós no es la fatiga final de su corazón sino que personajes como Juan Gabriel se están extinguiendo y el mundo está más salvaje porque hoy lo masivo se llama música electrónica, y allí no habita el amor.