denuncia , Facebook , feis , libertades , noticias , sociedad , violencia Jueves, 9 noviembre 2017

Eva Bracamonte se llena de valentía y narra el escalofriante abuso que sufrió por parte de este director de teatro

Escribe: Eva Bracamonte Fefer

No soy de postear mucho… mucho menos cosas personales, pero después de pensarlo y sentirlo durante unas semanas, creo que es momento de hacero. Si tienes diez minutos, por favor lee esto.

Este ha sido uno de los peores años de mi vida. A muchos les parecerá raro, tomando en cuenta todo lo que me ha pasado (he pasado) en los once años anteriores, pero es verdad. Y es que a diferencia de este año, en los anteriores yo siempre sentí (aunque los hechos parezcan decir o gritar lo contrario) que había una especie de luz interior, o de “suerte” que me acompañaba siempre.

Este año, realmente, no he visto ni sentido ni la sombra de esa luz. Por un lado, debe ser porque es el año del gallo. El conejo y el gallo siempre se han llevado pésimo, pero también tiene mucho que ver con un personaje que apareció en mi vida el año pasado, más o menos a finales de año.

Ya lo había conocido antes, porque había llevado un taller con él. Taller que no pude terminar porque se complicaron los horarios de ensayos de una obra que estaba por estrenar en ese momento.Fue a finales de año cuando, durante el estreno de la obra de una amiga, que Guillermo Castrillón se acercó a proponerme que armáramos un espectáculo juntos.

Para entonces yo había visto un par de obras suyas y ambas me habían gustado bastante, así que cuando lo consulté con algunas amigas que lo conocían hace décadas, yo igual sabía que iba a responderle que sí, independientemente de lo que me contestaran ellas.

Él es Guillermo Castrillón, el director teatral denunciado. Imagen: Facebook

Él es Guillermo Castrillón, el director teatral denunciado. Imagen: Facebook

Y así fue. De todas formas lo escribo para contar la historia completa: estas amigas, que forman parte del medio artístico, que han trabajado con él y que lo conocen bien hace años, me advirtieron que tuviera cuidado, ya que era un tipo que había tenido/tendría (ambas trataban de darle el beneficio de la duda aunque se notaba que era más por no “pincharme el globo”) problemas de misoginia, abuso sexual, drogadicción y malversación de fondos en más de una de sus producciones.

Una incluso se adelantó a advertirle a él que si yo aceptaba, “no se metiera conmigo”. La verdad es que ahora que lo pienso, cada persona a la que le comentaba que iba a trabajar con él, me contaba más y más historias terribles que, por algún motivo, no escuché o no quise escuchar en ese momento.

Con todo eso, yo me consideraba lo más lejano a una potencial victima de abuso de cualquier tipo por parte de un hombre, así que en enero de este año empezamos a ensayar. Además de los ensayos, Castrillón había empezado uno de sus talleres en un espacio que yo alquilo en San Isidro, taller al cual también debía asistir como parte del proceso creativo, así que nos veíamos 12 horas a la semana.

Todos los ensayos, según él, requerían que yo estuviera completamente desnuda. 

Yo no tengo mayor problema con el desnudo, así que después de escuchar sus motivos (colocarme en un estado vulnerable para empezar a crear desde ahí, y blablablá) acepté, pero muy pronto (segundo o tercer ensayo) pasó algo que no me gustó:

durante un ejercicio en el cual yo tenía los ojos vendados y tenía que buscarlo en el espacio (porque poco a poco empezó a formar él mismo parte de las improvisaciones), me di cuenta de que él también se había quitado toda la ropa.

En ese momento me bloqueé completamente, pero no dije nada, porque no quería romper la energía del ensayo que, según como él lo planteaba, era casi un mundo paralelo.

Cuando acabó el ensayo me preguntó cómo me había sentido, qué cosas nuevas salieron y fui sincera. Le dije que me había sentido muy incómoda por el hecho de que se hubiera quitado la ropa; que entendía el hecho de que yo tuviera que estar desnuda porque, a fin de cuentas, era yo quien iba a estar expuesta, pero no él.

Me dijo que quitarse la ropa había sido su forma de mostrarme que estaba ahí, tan dispuesto como yo, listo para mostrarme su peor lado y para confiar totalmente en mí. Le dije que estaba bien, pero que el hecho de que hiciera eso solo me bloqueaba, en vez de ayudarme a conectar. Igual me sentí un poco estúpida. Sus respuestas hablaban del cielo, el infierno y el espíritu creativo, y las mías de cualquier cosa. Finalmente me dijo que no iba a volver a quitarse la ropa.

No se la quitó en las siguientes dos semanas, pero lo que vino después fue mucho peor. Primero empezó a participar cada vez más de las improvisaciones, hasta que participaba siempre. Generalmente yo estaba con los ojos vendados, así que no siempre pude saber si se quitaba la ropa o no, pero saber que era una posibilidad me parecía totalmente perturbador.

Después, sutilmente, empezó a poner en duda mi entrega en los ensayos y a generarme una inseguridad horrible. Yo misma empecé a preguntarme qué cosa estaría mal conmigo, por qué no podía entregarle más de lo que fuera que él quería, pero es que por otro lado, tampoco entendía del todo que era lo que quería. Aun así, continuamos.

Más de 15 años de experiencia

Más de 15 años de experiencia. Cuántas víctimas más habrá. Imagen: Caretas

Las semanas pasaban y las improvisaciones se volvían, según mi punto de vista, cada vez más “íntimas”, tomando en cuenta que yo ni siquiera entendía la necesidad de que él participara activamente, si lo que tenía que hacer era dirigirme… pero obviamente el director era él y yo lo admiraba. Además el tenía mucha más experiencia que yo, ¿cómo iba a poner en duda su forma de trabajo?

Pero a pesar de tratar de convencerme a mí misma de lo contrario, no podía evitar sentir esas improvisaciones casi como una cacería sexual en la que él era el cazador y yo la presa. Lo peor de todo es que al ser “Persefone”, el personaje que estábamos usando como base para la creación, él se autodenominaba “el diablo”. Con eso, de pronto toda esa sensación de cacería, cobraba cierta “lógica” y estaba permitida.

Con el tiempo, además de lo sexual, empezó a aflorar en él otra cosa de la cual me habían advertido: su misoginia. Para este entonces, los ensayos consistían en que yo, completamente mojada y desnuda (él había decidido que la primera parte de la obra consistiera en que tenía que bañarme en una batea), era envuelta por él en una manta, colcha o lo que encontrara a la mano, y luego arrojada contra el piso o contra la pared una y otra vez.

Me decía que yo tenía que tratar de levantarme y que él no me iba a dejar. Hasta ahí todo bien. Pero era como si durante esos ejercicios lo poseyera un odio terrible que lo hiciera ser mucho más fuerte y más agresivo.

Una vez me empujó tan fuerte contra el piso, que me golpeé la cabeza y me quedé casi inconsciente durante unos segundos. Otra vez me tiró una trapo mojado en la cara con todas sus fuerzas, estando a 2 metros de distancia. Cuando le dije que era evidente que había sido a propósito, lo aceptó y me dijo que no sabía qué le había pasado.

Cuanto más pasaban estas cosas, menos confiaba en él, menos funcionaban los ensayos. Él me pedía más entrega y más me molestaba conmigo misma porque no sabía por qué no podía dar más  y, por el contrario, por qué cada vez tenía menos ganas de ir a los ensayos.

Una noche estábamos ensayando una parte de la obra que consistía en una coreografía que yo tenía que hacer contra una pared. En ese momento tenía una falda larga de tul, calzón debajo y un top negro.

Castrillón me miraba de lejos y me iba dando indicaciones sobre mis movimientos. Entonces empezó a acercarse a mí. Se acercó todo lo que pudo y se agachó. Se puso de cuclillas, metió sus manos debajo de la falda y me bajó el calzón.

En ese momento, una vez más, me desconecté de todo lo que tenía que hacer, pero al mismo tiempo ya había entrado en esta especie de reproche hacia mí misma por no hacerlo lo suficientemente bien, así que pensé: quizás lo hace para generarme algo, para hacerme conectar con mi vulnerabilidad o algo así (eso decía él cuando me explicaba porqué hacía las cosas que hacía).

Seguí con la coreografía, con el calzón en el suelo y él de cuclillas frente a mí, pero entonces empezó a levantarme la falda y a acercar su cara a mi cuerpo. Se acercó tanto que llegué a sentir su respiración pegada a mí. En ese momento sentí una furia horrible, un odio gigantesco hacia él, y entonces, por primera vez me defendí y le pegué.

Lo pateé, se cayó para atrás y empecé a pegarle como pude.

Evidentemente él es más fuerte que yo, pero no sé qué clase de rabia me poseyó en ese momento, que me volví fuerte. Mientras tanto, él trataba de esquivar mis golpes y me decía: “Muéstrame lo peor de ti, así, dame lo peor de ti”. En ese momento tuve que darme cuenta de que era un enfermo, pero estaba tan furiosa y concentrada en defenderme que no pensé en que quizás eso era justamente lo que él quería.

Terminó el ensayo y conchudamente me preguntó cómo me había sentido. Le dije que me había sentido muy incomoda. Que no quería que se vuelva a acercar a mí de esa manera. Incluso traté de realmente hacerlo entrar en razón diciéndole: “Guillermo, si sigues acercándote así a mí, no voy a poder trabajar contigo porque no voy a poder confiar en ti”.

Una vez más me dijo que iba a contenerse, que trataría de no mostrarme su “diablo” interior, que lo disculpe, que lo que pasaba era que se estaba involucrando mucho con nuestro proyecto. Le creí, o quise creerle. Seguimos así, pero paralelamente, su tosquedad y agresividad durante las improvisaciones me asustaban cada vez más. Sus intentos por hacerme creer que yo era el problema causaban más efectos en mí.

Imagen: Perú 21/ Caretas

Imagen: Perú 21/ Caretas

Hasta que llegó el ultimo día. Estábamos por finalizar el ensayo de esa noche, cuando me dijo que me eche en el piso. Yo estaba sin ropa, echada sobre una manta, boca abajo. Empezó a tocarme, y antes de que pudiera reaccionar, estaba echado encima de mí. Todo su cuerpo estaba encima, él tenía puesto solo un bóxer.

En ese momento vinieron muchas cosas a mi cabeza, pero no pude hacer nada, no pude pararme, mandarlo a la mierda e irme. Me quedé paralizada, inmóvil, sintiendo su respiración en mi cuello. De pronto (hasta ahora no me explico cómo) hizo un movimiento que duró medio segundo y el bóxer desapareció.

Entonces mi mente se puso totalmente en negro. Solo me concentraba en la música porque sus ejercicios siempre duran lo que dura la música que encendía. Así que solo estaba concentrada en que la canción que estaba sonando termine, para que todo finalice, pero no terminaba nunca porque sus canciones era larguísimas.

Empezó a moverse y a hablarme al oído. Lo que me dijo fue absolutamente surreal. Que estaba enamorado de mí. Que se había deprimido por mi culpa. Que había empezado a fumar de nuevo por mi culpa. Que yo le hacia acordar a su primer amor, una niña de ocho años a la que le jalaba el pelo de niño. Que no podía dejar de pensar en mí. Que cuando amanecía me imaginaba despertándome, se imaginaba mi cuarto, mi pijama, el olor de mi boca en la mañana. Que cuando se iba a dormir me imaginaba duchándome y metiéndome en mi cama sin ropa. Que se estaba volviendo loco, que no sabía qué hacer, que hace mucho no le pasaba eso con nadie. Que no lo deje.
Yo lo escuchaba aterrorizada y sentía su cuerpo pegado al mío, moviéndose encima de mí. Por fin, 15 minutos después, la canción terminó. Se paró. Se vistió.

Yo seguía inmóvil, echada en el piso con la cabeza volteada hacia un costado, temblando.

Cuando vio que no me movía, exclamó con su voz más ligera: “¡Bueno, hora de volver a la triste realidad!”. Me paré lentamente, fui hacia mi ropa, me vestí y lo escuché hablar sobre el ensayo como si no hubiera pasado nada de lo que acababa de pasar.

Al día siguiente, tenía terapia con mi psicóloga Natalia. Decidí hablarle del tema. Pero no por lo que había pasado… sino porque no podía más con la culpa, no podía con la sensación de que no estaba entregando lo que mi director esperaba de mí, pensaba que algo estaba mal conmigo, y no sabía qué (sí, así de ciega y de idiota estaba en ese momento).

Mientras se le contaba, Natalia me escuchaba y yo misma me escuchaba. Empecé a darme cuenta de que efectivamente había algo que estaba muy mal, pero no era yo. Natalia me ayudó a entender lo que por algún motivo mi mente no había querido ver. Me costó un par de meses asumir lo que había pasado. Tuve que empezar a tomar pastillas para la ansiedad.

Ese día le mandé un mensaje a Castrillón diciéndole que no iba a continuar con el proyecto. Su respuesta, increíblemente, fue como sino entendiera nada. Parecía que seguía “en personaje”. Les conté a dos de mis mejores amigas, una de las cuales lo conoce hace tiempo, y ella lo llamó y le dijo su vida.

Y entonces me llegó un inbox de él pidiendo perdón, cagado de miedo.

Mis ensayos con él duraron cuatro meses, y esos cuatro meses me han costado la salud mental y estabilidad que había logrado tener después de mucho. Sigo tomando pastillas hasta ahora.

Antes de esto, yo siempre me vi como lo más lejano a una victima de agresión sexual, siempre pensaba que si cualquier hombre se me acercaría de esa forma, le metería una patada en los huevos y ya… Pero no fue así.

Si Guillermo Castrillón no me violó fue porque gracias a Dios no pudo, literalmente. Quizás porque había fumado mucha marihuana antes del ensayo, no lo sé.

Esa es mi historia. La estoy contando hoy porque en un mes y medio cumplo 30 años, y no quiero arrastrarla conmigo. La cuento hoy porque no quiero que se me pudra adentro los siguientes diez años. La cuento porque mucha gente sabe quién es Castrillón y no dice nada. Porque sé que no soy su primera y, seguramente, no seré su última víctima.

Porque alguien tiene que hacer algo. Porque no basta con postear #metoo si a la hora de la hora no nos importa trabajar con alguien que sabemos que es un violador y un misógino. Porque si yo no quise escuchar a las muchas personas que me lo advirtieron, quizás ahora puedo ayudar a que no haya una víctima más.

Lo cuento porque quien tiene que cargar con el peso de esa historia es él, y no yo.

Actualización del post:

Gracias a todos por sus mensajes. La verdad es que solo en el teatro había percibido la sensación de «tirarse a la piscina» y que hay toda una manada de personas para sostenerte. Que increíble sentirlo en la vida real. 

Hace solo 11 horas hice esta publicación y ya han aparecido en mi bandeja de entrada mensajes de cinco personas que han pasado por lo mismo o parecido con ese mismo sujeto, alguna de ellas hace muchos años.

¿Cuánto tiempo habrá hecho este señor lo que le ha dado la gana? ¿cuánto tiempo hemos vivido con un pervertido entre nosotros, yendo a verlo al teatro, admirándolo y queriendo trabajar con él?

Demasiado tiempo impune, demasiado tiempo le duró la suerte, demasiado tiempo y demasiadas chicas. Cinco personas en once horas. Me pregunto cuántas más habrá y casi preferiría no saberlo. Este post va por mí, pero también por ellas cuatro y por todas las que estuvieron antes.