Facebook Martes, 8 abril 2014

Yo también me moría de ganas de ir al nuevo Astrid & Gastón (y esto es lo que me pasó)

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escribe Pedro Tenorio

YO TAMBIÉN ME ‘MORIA’ DE GANAS DE IR AL NUEVO ASTRID Y GASTÓN 
(Y esto es lo que me pasó…)

Soy de los que le asignan un valor particular a la experiencia de recorrer restaurantes y huariques, descubrir sabores y texturas, así como nuevas propuestas dentro de lo que denominamos genéricamente como gastronomía peruana. De ahí que la posibilidad de conocer el novísimo Astrid y Gastón Casa Moreyra era una alternativa que saboreaba en mi mente mucho antes de que me fuera confirmada la reserva.

¿Qué platos habrá ideado el gran Gastón Acurio junto a la corte de cocineros con la que en 2013 se consagró a la cabeza del restaurante número uno de Latinoamérica, según guías especializadas y críticos internacionales? ¿Cómo habrá quedado la Casa Moreyra tras una meticulosa remodelación que exigió una inversión de US$6 millones? Como se ve, iba en pos de una experiencia que me dejara no solo satisfecho sino con muchas ganas de volver.

Así llegamos el último sábado -en taxi, además, para disfrutar de su amplia coctelería pisquera sin las aprehensiones de quien debe volver al volante-, y de saque nos deslumbró su frontis de casona imponente y una iluminación ídem. «Vaya -me dije-, esto promete». Fuimos recibidos por un amable caballero quien luego de verificar la reserva nos condujo ante una señorita que nos llevaría hasta nuestra mesa. Así, avanzamos unos 10 pasos, doblamos a la derecha y allí estaba: «Aquí es, señores. Les dejo la carta…». Ante nosotros se extendía una patio amplio y de techo elevado con mesas de metal y madera, sillas acolchadas y todo, absolutamente todo, impregnado de un minimalismo blanco. No parecía un comedor, no al menos del tipo que esperaba en un restaurante de esta categoría. Era lo más parecido al ‘food court’ de un centro comercial ficho. Mientras nos sentábamos no podía dejar de pensar en la espléndida casona que no recorrería -ni siquiera al paso- y de cuya belleza se hablaba tanto en los medios. «Está bien, está bien…», me repetía. Y era cierto, nadie nos aseguró que la visita vendría con tour incluido, así que no quedaba nada más que sentarse.

En fin, instalados y estudiando la carta observamos el incesante ir y venir de un contingente de mozos atentos al menor requerimiento de los comensales, lo que se agradece. La lista estaba compuesta en su mayoría, además de tragos, por entradas y piqueos. No tardamos en advertir que los ‘platos’, lo que usualmente denominamos ‘platos de fondo’ en una carta convencional, brillaban por su ausencia.

Pero todo tiene una explicación. O casi. Días atrás, cuando hicimos la reserva vía internet, vimos que el restaurante estaba dividido en zonas. Había una para atender grupos numerosos, de hasta 20 o 40 personas, con la posibilidad de diseñar un menú a entera satisfacción del cliente y donde «el cielo es el límite». Sonaba muy sugerente, pero no era una opción pues solo íbamos a ser una mesa de seis. Otra estaba consagrada únicamente al servicio del menú degustación de 29 pasos que ofrece el Astrid & Gastón restaurante. Y tenían una tercera zona, «La barra», que es adonde alegremente habíamos venido a parar.

Según su web, «La barra» es «el espacio que se nutre de lo que ofrece el mercado» y tiene «una carta dinámica que varía constantemente y dialoga directamente con Astrid & Gastón restaurante». A la letra no te dice mucho, pero por algunos reportes periodísticos parecía concebida para atender comensales con una marcada inclinación por la coctelería, así que sabíamos que se trataba, por así decirlo, de un espacio más informal. Sin embargo, no creímos que lo fuera tanto y de ahí nuestra sorpresa ante la proliferación de piqueos.

Admito que puedo padecer algún tipo de sesgo ‘pequeño burgués’ que me lleva a preferir un comedor mejor dispuesto, donde no tenga que alzar la voz para que mis acompañantes escuchen lo que quiero decir y, cuando menos, algún mantel forme también parte del decorado (aunque debo alegar que cada vez que visito La Picantería de Hector Solís, en Surquillo, soy feliz. Y ahí, de manteles, ¡nada!). Pero insisto, seguramente no me informé lo suficiente y tampoco nadie me advirtió -ni a las cinco personas que me acompañaban- por lo que nos costó reponernos de la sorpresa.

Superado el trance había que disfrutar la velada. Después de todo, ¡estábamos en el nuevo restaurante de Gastón, qué te pasa! Hacia calor, así que pedí un chilcano. La lista era amplia y todos nos animamos por un cóctel. El mío fue un chilcano ‘quebranta’, cuya descripción lo asimilaba al clásico que se encuentra en cualquier buena barra. Cuando llegó no pude sino mirar fijamente al mozo y como este reaccionó con una sonrisa boba ante mi expresión, no me quedó otra que verbalizarla: «¿Esto es todo, estas seguro de que no falta algo?», pregunté. El trago apenas cubría un poco más de la mitad del vaso. «Señor, si se fija, nuestros vasos son más anchos de lo habitual y…»

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Qué quieren que les diga. En fin, estaba con amigos, quería disfrutar el momento, no venía al caso seguir protestando y, además, esas eran las reglas de la casa. ¡Allá uno por no saberlo!

Mientras le dábamos vueltas a la lista y optábamos por algunos piqueos y tres ‘fuentes’ (porque claro, no había platos de fondo pero sí ‘fuentes’ para compartir) terminé mi chilcano y decidí, cómo no, darle una segunda oportunidad al barman. El primer chilcano no tuvo nada de memorable, pero quizás había influido mi actitud. Así que pedí un chilcano de ‘uvina’ para ver cuánto mejoraba la cosa. Todos en la mesa pidieron un segundo trago, pero nadie repitió el que estaba tomando, lo que para algunos puede ser en sí mismo un indicador de cómo transcurría la noche.

Llegó mi nuevo chilcano -mismo peso y medida-, y al menos sabía mejor que el primero. Poco después nos trajeron el resto del pedido y me ahorraré mayores comentarios. Nada especial, buenas porciones sin llegar a ser generosas -no tienen por qué serlo tampoco- y un ritmo cansino entre mis acompañantes al llevar sus tenedores a sus bocas, lo que grafica el tipo de experiencia por la que transitaban. Sí puedo decir que los ‘calamares rellenos de morcilla’ me causaron una gran desilusión, principalmente porque nunca encontré la morcilla, a no ser que por esta se entienda una salsa marrón de un sabor poco agradable que, además, no lucía bien junto a la tinta del marisco. ¡No soy crítico gastronómico por lo que hablo desde la tripa! Por ahí llegó también un cochinillo que estaba principalmente para la foto. Y punto.

Al final casi nadie se animaba por los postres, aunque alguien pidió una porción de churros que llegó acompañada de una ‘espuma de manjar blanco’ y ‘helado de quinua negra’ -que encima ¡era blanco!-, y que si bien probé no me dejó nada que decir. Y del café, del que soy devoto bebedor cada vez que salgo a comer, ni las ganas tuve.

Habíamos llegado al punto en que disfrutábamos la conversación y reíamos de nuestras ocurrencias, pero ya solo esperábamos la cuenta para salir de allí.

¿Qué hizo que la que creíamos sería toda una experiencia se transformara en una gris anécdota? No tengo una respuesta precisa. Quizás nos hicimos demasiadas expectativas e incurrimos en la negligencia de no averiguar exactamente a qué tipo de propuesta acudíamos. No dudo de que el menú degustación del AyGCM sea memorable, quién sabe. Lo más probable es que lo sea, pero en lo que a mí respecta mi paso por «La barra» no fue lo que esperaba del cocinero más importante del país ni de la legión de colaboradores que, sabemos todos, labora a su lado haciendo un extraordinario trabajo.

Seguro volveré por ese menú degustación que es donde me imagino han decidido hacer su mayor apuesta. Me da curiosidad experimentar algo de lo que ha contribuido a situar a Acurio y compañía entre los mejores del mundo. Y espero que entonces mi curiosidad, de verdad, se vea plenamente satisfecha.